El traductor en busca de contenido
De la ingrata tarea del traductor literario incipiente y los curiosos pero no olvidados cuentos del decadentísimo M. P. Shiel.
Me recibí de traductor, en los hechos, el pasado 31 de octubre a eso de las 13:40 (en los papeles, por cuestiones burocráticas, quedará asentada una fecha posterior; el título oficial demorará unos meses más todavía). Sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones, pero desde luego, esta modesta newsletter casi regularmente semanal está empapada de lo que pienso y de lo que me pasa, así que ahí fue.
Una de mis últimas experiencias como traductor en formación fue un par de jornadas de una «Escuela de Traducción Creativa» donde, entre otras cosas, escuchamos a editores locales. Trabajar de traductor literario en Argentina es muy difícil. Las editoriales argentinas importantes (y que podrían contratar y pagar bien) son pocas; las más pequeñas hacen una labor de amor y casi no pueden pagar; pero lo peor de todo es que, fuera de autores noveles poco conocidos y de editoriales independientes y pequeñas, casi no se traduce nada de literatura en Argentina, porque todo pasa por España: incluso lo que se traduce para América Latina se traduce en España, por traductores latinoamericanos afincados allá o que trabajan para editoriales españolas. (Repito acá lo que me dijeron; no sé qué tan exacto es, pero me suena tristemente verosímil).
Así las cosas, lo que le queda al aspirante a traductor literario es hacer scouting: no buscar que una editorial lo contrate y le dé algo para hacer, sino buscar él mismo obras de escritores poco conocidos que no hayan sido traducidas aún y tratar de contactarlos y conseguir los derechos, o ir directamente por obras en el dominio público, aun si ya fueron traducidas alguna vez, y apostar a que uno puede hacer un mejor trabajo; con ese bagaje, ir, entonces sí, a una editorial local que pueda tener interés y llevarle —como se suele decir— una solución y no un problema.
Sin gran ahínco pero apuntando vagamente en esa dirección, empecé a curiosear unos cuentos del escritor británico M. P. Shiel (1865–1947). De Shiel yo había leído hace un tiempo dos grandísimas novelas, The Lord of the Sea y The Purple Cloud. Esta última abundaba, precisamente, en lo que en inglés se llama purple prose, «prosa púrpura», lo que diríamos prosa florida. La Wikipedia la define así:
In literary criticism, purple prose is overly ornate prose text that may disrupt a narrative flow by drawing undesirable attention to its own extravagant style of writing, thereby diminishing the appreciation of the prose overall. Purple prose is characterized by the excessive use of adjectives, adverbs, and metaphors.
(«En el campo de la crítica literaria, se llama prosa púrpura al texto en prosa con demasiado adorno, que puede perturbar el flujo narrativo al desviar la atención de manera indeseada hacia su estilo extravagante, con lo cual disminuye la apreciación general del texto mismo. La prosa púrpura se caracteriza por el uso excesivo de adjetivos, adverbios y metáforas»).
En un viejo foro de internet donde alguien solicitaba una traducción del término, una cita de autoridad hace notar que purple prose existe en inglés porque la literatura en este idioma valora la brevedad, la claridad y las estructuras simples; no existe en castellano un equivalente —dice— porque este «denigraría a casi todo el idioma» (!). Esto ya es demasiado, no porque no sea cierto que la literatura en español (como en las lenguas romances en general) tiende a ser más adornada y a usar estructuras más complejas que la anglosajona, sino porque siempre existe la posibilidad de escapar a lo peor de esa tradición. El «genio del idioma» no es un monarca absoluto ni una fuerza natural incontrolable.
En cuanto a Shiel, su prosa suele ser de un púrpura tan subido que supera los excesos habituales de la mayor parte de la literatura castellana. De sus novelas yo recordaba descripciones complejas y parlamentos elaboradísimos, pero eso no se compara con lo que me encontré al entrar a sus cuentos. En el primero que leí, parte de un ciclo cuyo protagonista es un tal Príncipe Zaleski, hay algo de un Sherlock Holmes preternaturalmente perceptivo mezclado con dosis groseras de exotismo oriental; en otro, titulado Xélucha, están los peores desbordes de Poe (inspiración directa de Shiel) y los que pronto cometería Lovecraft.
Poco más tarde descubrí que, aunque no son muy populares, estas coloridas obras de Shiel ya habían sido traducidas al español, y ni siquiera hacía mucho: las publicó la editorial Valdemar, de Madrid, en 2020, en una traducción donde —a primera ojeada— Juan Antonio Santos hizo un genial trabajo con el preciocismo de Shiel, sin los énfasis peninsulares que tanto nos alienan a nosotros, el noventa y pico por ciento restante de los hispanohablantes. Este es un párrafo apenas más afectado que el promedio:
«¡Pero en nombre de Dios, Mérimée!», me escribía, «¡pensar que Xélucha está muerta! ¡Xélucha! ¿Puede entonces un rayo de luna perecer de supuraciones? ¿Puede el arco iris ser comido por los gusanos? ¡Ja, ja, ja, ja, ríete conmigo, amigo mío: “elle dérangera l’Enfer”! ¡Pondrá de moda en Tofet el pas de tarentule! ¡Xélucha, la femenina! ¡Xélucha, que recordaba a las espléndidas rameras de la historia! Llora conmigo: manat rara meas lacrima per genas!
Ante estos magníficos excesos verbales, considero que será mejor que me busque otro autor para traducir, y que deje a Shiel descansar, por lo menos, una generación o dos antes de intentarlo.