Levantate, vamos, levantate
Mi traducción de un cuento corto de Heinrich Böll, ‹Steh auf, steh doch auf›.
Hace un par de meses empecé a revolver en la literatura de los escombros de la Alemania de posguerra, la Trümmerliteratur escrita por los que volvían del frente o los que habían sobrevivido de milagro en las ciudades bombardeadas e incendiadas. Uno de estos era Heinrich Böll (1917–1985), que en 1950 publicó una colección titulada Wanderer, kommst du nach Spa… Me gustaron varios cuentos y decidí traducir uno, Steh auf, steh doch auf, porque es corto y quizá el menos prosaico: no alejado poéticamente de la realidad, pero sí centrado menos en detalles particulares (difíciles de lograr) que en imágenes universales, como las de la tumba, la ruina, la pobreza.
Mi entendimiento del alemán es más bien pasivo: soy incapaz de hablarlo a velocidad natural, me cuesta entenderlo al escucharlo, me puedo expresar en él por escrito con muchas dudas. Pero logro leerlo casi de corrido, así que no consideré una presunción exagerada sentarme frente a esta narración, con un diccionario para despejar dudas, y traducir; menos todavía en tanto que las traducciones de Böll son difíciles de encontrar hoy en día. Ustedes dirán.
Levantate, vamos, levantate
por Heinrich Böll
Ya era imposible leer su nombre sobre la tosca cruz improvisada; el cartón que servía de tapa al ataúd ya estaba hundido, y donde pocas semanas antes había un túmulo, ahora solo quedaba un pozo, donde flores marchitas y sucias y algunos moños desteñidos se mezclaban con agujas de pino y ramitas peladas, todo ello confundido en una masa repugnante. Los cabos de las velas se los debía haber robado alguien…
«Levantate», dije en voz baja, «vamos, levantate», y mientras lo decía, mis lágrimas se mezclaban con la lluvia, con esa lluvia monótona que hacía semanas caía murmurante.
Después cerré los ojos: temía que mi deseo pudiera volverse realidad. Tras los párpados cerrados, tuve una clara visión de la cubierta de cartón ya vencida que ahora debía descansar sobre su pecho, aplastada por el peso de la tierra húmeda que se deslizaba, fría y ávida, en torno al cuerpo, intentando invadir el ataúd.
Me agaché sobre la tumba para recoger los objetos sucios de barro que la habían decorado. En ese instante, sentí cómo detrás de mí brotaba con súbita violencia una sombra de la tierra, como a veces cuando se destapa un fuego y la llama se eleva de pronto.
Me persigné rápido, tiré las flores y fui hacia la salida. Caminé a paso firme por las sendas angostas, demarcadas por arbustos, que ya anegaba la penumbra densa del crepúsculo; llegando a la calle principal del cementerio, escuché tocar el reloj que advierte a los visitantes de la hora de cierre. Pero no se escuchaban pasos que vinieran de ningún lado, ni tampoco se veía a nadie; yo solo sentía detrás de mí esa sombra sin figura, pero real, que me perseguía.
Apreté aún más el paso, salí cerrando la chirriante puerta de reja oxidada y atravesé la rotonda donde un vagón de ferrocarril volcado ofrecía su vientre hinchado a la lluvia. La lluvia que tamborileaba, maldita y dulce, sobre las chapas…
Hacía un rato largo que tenía los zapatos empapados, pero no sentía frío ni humedad en los pies; una fiebre salvaje corría por mi sangre hasta la punta de cada uno de mis miembros, y entre los soplos del miedo que me perseguía, sentía una extraña avidez de enfermedad y de tristeza.
Entre casas miserables de cuyas chimeneas salían lastimosas columnas de humo, rodeando cercos reparados de cualquier manera en torno a parcelas ennegrecidas, pasando junto a postes telegráficos medio podridos que parecían tambalearse en el crepúsculo, proseguí mi camino a través de los barrios periféricos de la desesperación; iba sin mirar, pisando charcos, apretando el paso en dirección a la silueta desgarrada de la ciudad lejana, que se extendía en el horizonte de nubes sucias del ocaso como un turbio laberinto de aflicción.
Ruinas negras, inmensas, asomaban ahora a izquierda y derecha; de vez en cuando me asaltaba el bullicio sofocante que salía de alguna ventana mal iluminada; y de nuevo campos de tierra negra, y de nuevo casas y mansiones desmoronadas... y cada vez más hondo iba calando en mí el espanto y la fiebre de la enfermedad, porque sentía que oscurecía detrás de mí cuando pasaba, incluso mientras, frente a mis ojos, el ocaso se engrosaba en noche de la manera habitual; detrás de mí se hacía de noche; yo acarreaba la noche conmigo, tiraba de ella desde el borde lejano del horizonte; ahí donde yo pisaba, oscurecía. De todo esto yo no veía nada, pero lo sabía: desde la tumba de la amada, donde había conjurado a la sombra, yo arrastraba conmigo la floja vela de la noche implacable.
El mundo parecía despoblado: el suburbio, un llano desaforado colmado de basura; la ciudad, una región de escombros viles, que antes me había parecido muy lejana y se había ido acercando con inquietante rapidez. Varias veces me detuve y sentí cómo se recogía a mis espaldas la oscuridad, cómo se estancaba y acumulaba y se demoraba burlonamente y después, con una presión leve pero acuciante, me empujaba a seguir.
Y entonces me di cuenta también de que el sudor me corría por todo el cuerpo; tenía que esforzarme para andar; la carga que tenía que arrastrar era pesada, era el peso del mundo. Estaba sujeto, atado por cuerdas invisibles que tiraban con violencia de mí como la carga de un carro que se desliza hacia un precipicio tira inexorablemente de una mula agotada. Con todas mis fuerzas me planté para resistir el tirón de esas ataduras invisibles; mis pasos se hicieron más cortos e inseguros; como un animal desesperado me arrojé contra esas sujeciones que me estrangulaban: las piernas se me hundieron en la tierra, o eso me pareció mientras tuve fuerzas para mantener derecho el cuerpo, hasta que de pronto me di cuenta de que no podía aguantar más, de que iba a tener que quedarme clavado allí, de que la carga ya era tal que me condenaba a permanecer en el lugar para siempre. Y enseguida creí sentir que perdía el equilibrio, y grité y me arrojé una vez más contra las riendas invisibles… y caí de cara al piso; se habían desgarrado las ataduras; detrás de mí, inefable, había una exquisita libertad, y ante mis ojos una llanura clara donde ahora estaba de pie ella, la que había yacido allá abajo en la tumba miserable bajo las flores embarradas; y ahora era ella la que me hablaba a mí con el rostro sonriente, diciéndome: «Levantate, vamos, levantate». Pero yo ya me había puesto de pie y había ido a su encuentro. ⏹