Shōgun, o el bárbaro traducido
Peripecias lingüísticas y los obstáculos de la traducción en la realidad y la ficción.
La nueva serie de Shōgun que se estrenó este año mejora y reenfoca la anterior adaptación (de 1980) de la novela homónima de James Clavell; es mucho más japonesa en todo sentido, desde el punto de vista elegido hasta el idioma. Casi todo se dice en japonés, bien que se lo subtitule en pantalla o se lo traduzca en la ficción; si el foco está todavía en el piloto inglés, el Anjin, John Blackthorne, en esta edición los personajes japoneses son los verdaderos protagonistas… como era de esperarse de una serie más moderna y realista, donde (con toda lógica) un bárbaro que no sabe manejar una espada ni comer un bol de fideos como corresponde no tiene más que chances ocasionales de ser alguien.
La sociedad que recibe a John Blackthorne cuando su barco encalla frente a un poblado de pescadores es cerrada y compartimentada al extremo. A Blackthorne lo describen desde el principio con la palabra banjin (蛮人 o bien 蕃人), que nuestros diccionarios traducen como «bárbaro» o «salvaje». Es un salvaje porque no es como los japoneses: es más alto y más peludo, de piel blanquecina y ojos azules, y no le gusta bañarse; pero es un bárbaro, en realidad, porque no habla japonés. Necesita que alguien hable por él, y al primero que encuentran en el poblado es a un cura, un misionero jesuita tonsurado con pinta de gustarle el sake, otro bárbaro en realidad, solo que de una secta cristiana (la católica) que lo hace enemigo mortal del piloto (que es protestante). El sacerdote habla un japonés horroroso y esta primera aparición de la traducción (uno de los temas menores pero subterráneamente fundamentales de la serie) termina siendo un fiasco; el señor del poblado no entiende nada salvo que esos dos bárbaros malolientes están reproduciendo una rencilla religiosa ridícula.
En esta Shōgun, aunque la lengua de los misioneros llegados de Europa es el portugués, solo se habla inglés (aparte del japonés): por una decisión quizá razonable desde el punto de vista de la producción, pero que neutraliza un contraste en potencia interesante de la sutileza lingüística de la serie, cuando John Blackthorne habla con los sacerdotes portugueses o con la dama Toda Mariko, que será su próxima traductora, lo hace «en portugués» pero ese portugués es en realidad inglés. (Blackthorne no habla mucho consigo mismo ni —aparte del primer episodio— con sus camaradas del barco, pero cuando lo hace, debemos suponer que lo hace «en inglés»… en un inglés que suena igual que el inglés que se usa cuando en realidad está hablando en portugués. Espero haber sido claro). Misericordiosamente, este recurso de sustituir un idioma por otro no viene acompañado, como solía o suele hacerse, de un «acento» fingido en el idioma en el cual se habla: todo el mundo que habla inglés lo hace a la perfección, sin más acento que el que dicta la procedencia del actor. (La única excepción es Vasco Rodrigues [sic], el primer occidental que Blackthorne encuentra en Japón: un marino español que habla «portugués», o sea inglés, pero con un exagerado acento español peninsular, y que es interpretado por un actor neoyorquino de padres cubanos).
El siguiente traductor «oficial» es otro sacerdote tonsurado, más joven que el primero y sin trazas de haber sucumbido al sake, que se llama Martín Alvito pero que los japoneses llaman simplemente Tsuji, o sea, «traductor». El señor Toranaga, alertado de que hay diferencias entre los bárbaros, deja que Tsuji le traduzca las palabras del piloto, pero hace sentar a Mariko a su lado «para que practique su portugués», es decir, muy obviamente, para que verifique que el cura no distorsione lo que dice el piloto. La incomodidad de Mariko es también obvia, dado que si ella sabe portugués es porque lo aprendió de los curas, y especialmente del padre Alvito, que —como veremos más tarde en un flashback— fue quien hace años la acogió en el seno de la Iglesia y la llevó a convertirse. Servir a su señor Toranaga implica, para Mariko, explicarle que los sacerdotes católicos no son más que una cabeza de playa de la corona portuguesa en Japón. Más tarde, Blackthorne trazará un mapamundi con un palo sobre la arena del jardín de piedra de Toranaga, mostrando la división del mundo acordada por Portugal y España, y Mariko tendrá que decir y repetir que, según el piloto interpreta el tratado de Tordesillas firmado por las dos potencias coloniales europeas, Japón le pertenece a Portugal y este país no tiene otro objetivo que conquistarlo y convertirlo al catolicismo.
Todo este asunto de las lenguas y la traducción no es problematizado de manera abierta en Shōgun. Casi todo lo que ocurre en este sentido pasa por Mariko, que es uno de los tres polos de la trama junto con Toranaga y el piloto; la cruz del problema se insinúa, tangencial, en un momento en que Mariko le dice a Blackthorne: «A partir de ahora, las únicas palabras que intercambiaremos serán las de otros». Toranaga se impacienta, un par de veces, con los mínimos diálogos —más bien disputas— entre el piloto y su intérprete designada. Toranaga nunca duda de que sus palabras son transmitidas por Mariko con exactitud, quizá porque está acostumbrado a ser servido y a juzgar con acierto la fidelidad de sus siervos, quizá porque su lugar y su carácter japonés no le permiten imaginar que la traducción sea un juego donde ambas partes pierden algo inevitablemente. Japón, país de islas, pasó gran parte de su historia aislado de influencias extranjeras (el período ficcionalizado en Shōgun, de hecho, es un breve interludio de prudente apertura que pronto terminará); el japonés es una isla también, una lengua casi sin parientes cercanos y sin relación discernible con ninguna familia lingüística. La preocupación de Toranaga pasa por lo transaccional: los paquetes de información que emite y recibe deben fluir sin que nadie se guarde ninguno, lo pierda o lo envíe por caminos alternativos. Mariko sirve a estos objetivos pero también debe ocuparse de otros. Que el piloto no insulte a su señor con consecuencias fatales es comparativamente fácil, en tanto que Mariko retenga el control; más difícil, más sutil, es lograr con sus palabras que su señor comunique al piloto lo que realmente desea y no lo que dice… aunque esta última tarea vale para cualquier discurso, en cualquier idioma, incluso cuando todos hablan el mismo. Mariko reacomoda y simplifica, no titubea, usa un inglés pulido y exacto y un japonés que adivinamos refinadísimo. (El japonés es naturalmente despojado y a la vez, por eso mismo, capaz de revestirse con capas y capas de sutileza formal. Un mero asentimiento puede demandar ocho o diez sílabas).
Mariko encuentra al bárbaro en circunstancias aún inestables; lo encuentra empecinado en su peleíta religiosa y en conseguir que le devuelvan su barco y su tripulación. A medida que su situación mejora, las cosas se complican sutilmente. Blackthorne le salva la vida a Toranaga y este lo nombra hatamoto, algo así como consejero de guerra o asesor en temas militares (la palabra quiere decir literalmente «junto a la bandera», es decir, alguien que está cerca del líder). Toranaga aprovecha la ocasión para hacer notar que a un dignatario como Blackthorne mal se lo puede seguir llamando banjin «bárbaro»; él mismo siempre se ha dirigido a él como Anjin «piloto», siguiendo la misma lógica que con el padre Alvito y que los japoneses continúan usando hasta hoy: en japonés los pronombres personales son una bolsa heterogénea, se usan poco, se prefiere usar y repetir la profesión o el cargo de la gente tanto como su apellido.
El piloto no avanza mucho en su comprensión o uso del japonés. Un par de veces suelta unas frases complejas aprendidas de memoria, que son recibidas con burlas o con gentil condescendencia. Sin Mariko, no es mucho lo que puede hacer, en una cultura donde ni siquiera los gestos manuales le resultan familiares. Su último intérprete es Muraji, el espía que Toranaga plantó hace años en el pueblo de pescadores. Muraji le da una breve vuelta más al tema cuando, al pedirle Toranaga que le explique a Blackthorne un asunto complejo, teme salirse del papel y advierte: «Señor, quizá esto sea demasiado para que lo traduzca un simple pescador». Toranaga le dice entonces que le revele el engaño al piloto. El humilde siervo que apenas sabe chapurrear algo en «portugués» pasa entonces a ser un samurai de incógnito, que habla un inglés de acento esforzado pero muy correcta gramática. Al bárbaro se le concede al mismo tiempo el favor de su idioma y de la verdad, aunque (como parece inevitable en la trama de Shōgun) la verdad sea pequeña y engañosa, una monedita a cambio de un tesoro sobre el cual el bárbaro nunca pondrá la mano.