Tengo que empezar explicando que, en los cursos de traducción (estudio traducción desde 2020), la normativa ortotipográfica española es una de las pesadillas menores recurrentes de todo estudiante: cuándo hace falta (o no) una coma, cuándo se deja un espacio, qué palabras extranjeras deben ir en cursiva, dónde van mayúsculas y dónde no.
La puntuación no es un asunto menor, incluso si dejamos de lado esas placas humorísticas donde la falta de una coma puede transformar un saludo familiar en una declaración de canibalismo («Hoy vamos a comer abuela»). En el artículo 86 del Código Penal argentino de 1921, que detallaba las razones por las cuales un aborto podía estar exento de pena legal, una coma extra en el lugar preciso podría haber salvado a millones de mujeres de una ambigüedad a veces letal.
Un texto literario puede ser más libre con la puntuación que uno técnico-científico o legal. Se puede traducir a Saramago al español respetando su minimalismo puntuacional; se puede traducir a Woolf incorporando todos o casi todas sus comas, sus puntos y comas y dos puntos, signos con los que la autora indica pausas en la melodía del texto, compuesto —como es obvio al leerla en inglés— con toda su atención puesta en el ritmo, tanto a nivel métrico como en la fonética de sus frecuentes aliteraciones. Conocidas las reglas, se las puede romper; el concepto de «figura retórica» se define como un apartamiento de la norma con el fin de atraer la atención del lector, y lo mismo vale para lo que podríamos llamar una figura ortográfica o tipográfica. La literatura es libertad.
La libertad es propensa a causar dolores de cabeza. En una de las asignaturas que estudio en estos días, tenemos una running joke que involucra la obsesión de la docente por el uso correcto de la raya, cuya libertad —aparentemente— le ocasiona palpitaciones de pánico. La raya es ese signo que se parece a un guión largo y que en castellano se usa para indicar turnos de diálogo, entre otras cosas. El problema está en esas otras cosas.
Hay en gramática una categoría de frases llamadas incisos, que son acotaciones, aclaraciones, comentarios, pequeños fragmentos de texto. Tienen una jerarquía: hay algunos que se pueden sacar sin que se derrumbe la estantería de la oración y casi sin pérdida de significado porque no están integrados estructuralmente ni hacen al tema principal; hay otros que aportan más al asunto o a la forma de transmitirlo y no son tan prescindibles. Estos últimos van entre comas: así funcionan las especificaciones como «Carlos III, rey de Inglaterra» y frases como «sin embargo» o el «por otro lado», que conectan ideas y las contrastan o las suman unas a otras. Los incisos más aislados, en cambio, van entre paréntesis; tan aislados se les permite estar, ahí entre esos arcos protectores, que pueden ser en sí mismos oraciones o narraciones tangenciales completas, como aquel que está en el comienzo de Funes el memorioso de Borges, al que solo un deíctico ese vincula con la oración principal:
Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera.
La raya tiene el mismo problema que tantas otras cosas que están en el medio de dos extremos. Según la normativa de la RAE, está indicada para los incisos que son más independientes que los que requieren la coma, pero menos aislados que los que utilizan el paréntesis. Llevado al extremo, esto significa que casi cualquier inciso puede usar una raya, porque si bien el grado de aislamiento sintáctico de un inciso es más o menos objetivo, el semántico es asunto del escritor. Por no hablar de que estas normativas de la RAE son el equivalente de esas normas recónditas de etiqueta y protocolo que solo interesa aprender en caso de uno dedicarse a la organización de eventos sociales de altísimo perfil o a la diplomacia internacional. Borges (para seguir con Borges) muy posiblemente nunca se molestó en consultar normativas ortotipográficas; sus incisos, más cortos o más largos, se refugian con mucha frecuencia entre paréntesis, que a veces dan lugar a pequeños nudos emotivos —como el de Funes— y otras son como temerosos o displicentes: no quieren interrumpir, o bien arrojan una pequeña bomba de sentido mientras hacen como que no importa, como en este pasaje de transición, informativo pero de apariencia rutinaria, en Los teólogos:
Militaban los dos en el mismo ejército, anhelaban el mismo galardón, guerreaban contra el mismo Enemigo, pero Aureliano no escribió una palabra que inconfesablemente no propendiera a superar a Juan. Su duelo fue invisible; si los copiosos índices no me engañan, no figura una sola vez el nombre del otro en los muchos volúmenes de Aureliano que atesora la Patrología de Migne. (De las obras de Juan, sólo han perdurado veinte palabras.) Los dos desaprobaron los anatemas del segundo concilio de Constantinopla; los dos persiguieron a los arrianos, que negaban la generación eterna del Hijo; los dos atestiguaron la ortodoxia de la Topographia christiana de Cosmas, que enseña que la tierra es cuadrangular, como el tabernáculo hebreo. Desgraciadamente, por los cuatro ángulos de la tierra cundió otra tempestuosa herejía.
Pero a Borges no le va la raya, quizá porque sus lecturas en inglés le mostraron un uso diferente que no podía transferir al castellano. En inglés, la raya hace también un aparte, pero es como una pausa donde se puede girar la cabeza para mirar a un lado o la sugerencia de una duda prosódica o muchas cosas más (Virginia Woolf ama sus rayas casi tanto como sus puntos y comas), cosas indefinibles, no encerradas en una estructura clara, porque la raya inglesa, el em dash (se llama así porque en la tipografía tradicional debe tener el mismo ancho que una m minúscula) no es un signo doble y simétrico como los paréntesis. La raya inglesa suele aparecer al final de oraciones inconclusas, como nuestros puntos suspensivos; Orwell incluso la duplica (——) cuando cumple esa función. Y no hablemos de Emily Dickinson, algunos de cuyos poemas tienen casi tantas rayas como palabras.
Desde que aprendí formalmente cuál es el uso de la raya, me encuentro usándola con más ganas. La raya abre un espacio de deliciosa y ambigua amplitud, como un brazo de mar donde uno puede flotar o internarse sin saber si perderá pie o no; es incluso placentera a la vista, un corte prolijo como la cuchillada lenta de una hoja bien afilada, una horizontal serena. Exige, sí, un cierre, pero no es el cierre estricto y a la vez subalterno y titubeante de la coma, que siempre teme no llegar a tiempo; tampoco es el cierre estanco de los paréntesis, que son como las paredes de cápsulas de donde hay que salir cuanto antes para no quedarse sin aire.
La raya española es libertad y elegancia, un ámbito de disquisiciones breves o extendidas, triviales o elevadas, que destaca con discreción lo que contiene sin permitirle escapar de su lugar y responsabilidades. Frente a la simplificación extremista que nos deja solo innumerables y dudosas comas y excluyentes paréntesis, rescato la raya, la adopto, la promuevo.