Viva Babel
Una apología de la mutabilidad de las lenguas, contra la pretensión demoníaca de la perfección, a partir de una lectura de ciencia ficción teológica. ¡Faaaa!
La novela de ciencia ficción Un caso de conciencia (A Case of Conscience, 1958), de James Blish, trata de un problema teológico causado por los habitantes del planeta Lithia, a cincuenta años-luz de la Tierra. Una comisión formada por cuatro seres humanos ha viajado a estudiarlo y ahora deben volver y dar su veredicto a las Naciones Unidas. Uno de ellos quiere recomendar que Lithia no sea reconocido como planeta independiente ni protectorado, porque es ideal para explotarlo como proveedor de materia prima para armas nucleares. Otro, el sacerdote jesuita Ramón Ruiz Sánchez, sorprende a los demás opinando que Lithia debería ser interdicto de manera total y por tiempo indefinido: ningún ser humano debería viajar allí nunca más.
Lithia está habitada por seres inteligentes con un código moral innato, sin crimen, sin conflictos, en armonía con la naturaleza: esto, que al principio le parecía a Ruiz Sánchez que figuraba un Edén (una especie en estado preadánico de gracia, sin pecado), resulta, a la luz de ciertas disquisiciones teológicas, todo lo contrario. Lithia es una trampa y sus habitantes son creaciones del Enemigo, que pretende exhibir un sistema social que funciona de manera moral, a la vez que racional y automática, sin fe y sin ningún Dios. Como lectores, no nos queda otra que aceptar el complejo razonamiento del sacerdote; en cualquier caso, el problema para Ruiz Sánchez es que lo hace culpable de maniqueísmo, una herejía que plantea que el bien y el mal son fuerzas comparables y que el Demonio puede crear como Dios.
Yo había leído la novela hace mucho y me la recordó un breve intercambio sobre idiomas en la red de la-letra-incógnita-ex-pajarito con @julianrod, que opinaba que la mutación de las lenguas hasta hacerlas irreconocibles de su punto de origen era una lástima y un inconveniente práctico. En Lithia (el punto es menor pero añade a la evidencia) hay una sola lengua, pese a la multiplicidad de continentes e islas separadas entre sí, y esa lengua no cambia, como tampoco parece cambiar la uniforme sociedad lithiana, salvo en lo que se refiere al progreso tecnológico. Así como no hubo una Caída en este Edén aparentemente falso, tampoco hubo una Torre de Babel.
Ruiz Sánchez descarta la posibilidad de que los lithianos sean meros autómatas, programados por sus genes, como animales no racionales. Si lo fueran, por supuesto, no habría ningún problema teológico. Ruiz Sánchez deduce, con rigor jesuítico, que un sistema ético completo y racional como el de los lithianos no puede sostenerse solo, en la presencia de libre albedrío, por la fuerza de meros axiomas: Alguien debe estar sosteniéndolo artificialmente.
La conclusión de Ruiz Sánchez se precipita ante el descubrimiento del ciclo reproductivo de los lithianos, que sigue la teoría de la recapitulación de Haeckel. En los organismos terrestres complejos, el embrión y el feto pasan por etapas de desarrollo en las que se asemejan a formas de organismos más primitivos: el feto humano, por ejemplo, tiene cola y muestra hendiduras branquiales, como las que forman la base estructural de las agallas en los peces. Ruiz Sánchez hace notar que la Iglesia no acepta la evolución como origen del hombre (el ser humano completo, con cuerpo y alma) y que las demostraciones de la misma hasta ese momento no han sido convincentes. La recapitulación intrauterina debió haber ganado la batalla para la evolución, pero «falló porque el Enemigo la puso en boca de un hombre llamado Haeckel, que era un ateo tan furioso que terminó falseando la evidencia para hacer más convincente su caso» (esto es cierto, y la recapitulación era una idea obsoleta mucho antes de que Blish escribiese la novela, aunque seguía siendo potente en el imaginario). Pero ahora, dice Ruiz Sánchez, «tenemos en Lithia una nueva demostración, la más sutil a la vez que la más cruda […]. Parece mostrarnos la evolución en acción a una escala indiscutible. Viene a resolver la cuestión de una vez y para siempre, eliminar a Dios del cuadro…». Los embriones lithianos son arrojados al mar y se desarrollan metamorfoseándose en peces, anfibios, reptiles. Recapitulan toda su evolución fuera del útero, a la vista; son una especie racional, con libre albedrío, con ética y moral perfectas, que procede visiblemente de formas animales primitivas e irracionales. Su reproducción demuestra la posibilidad de progresión desde lo animal a lo «humano», cuerpo y espíritu que surgen juntos y en armonía desde una base orgánica sin intervención externa.
Hay otro punto menor pero también sorprendente. Los lithianos no reciben su nombre de sus padres o de la sociedad: conocen su propio nombre innatamente porque está escrito en sus genes, que ellos pueden «leer»: son fisiológicamente conscientes de la composición de su propio ADN.
Refiere el historiador griego Heródoto que el faraón Psamético I (664–610 a. e. c.) quería saber si el don del lenguaje era innato, para lo cual hizo que dos niños fueran criados en una región remota por un pastor que tenía prohibido hablarles. Cuando cumplieron dos años, los niños empezaron a pedir comida pronunciando la palabra bekos, que significa «pan» en el idioma frigio (un antiguo pariente del griego, hoy extinto). Psamético concluyó que el lenguaje era de hecho innato y que el frigio era la lengua original de la humanidad. (Umberto Eco narra el experimento y su conclusión, junto con similares propuestas de lenguas originales, innatas o primigenias, en La búsqueda de la lengua perfecta).
Ahora bien, la lengua lithiana no está determinada por el ADN: los lithianos tienen la capacidad de aprender otras lenguas. La gramática y léxico de su lengua planetaria son, por lo tanto, contingentes, al igual que su conservación temporal y espacial. La lengua original podría haber cambiado y haberse dividido; eso sería lo esperable, casi lo inevitable. ¿Qué impide esta fragmentación?
La evolución de las lenguas y la de las especies sigue diferentes mecanismos, aunque en la superficie haya paralelismos y analogías muy sugerentes. El cristianismo hace partir tanto unas como otras del mismo punto inicial arbitrario. La pregunta de en qué idioma le habló Dios a Adán fue debatida intensamente, pero una cosa siempre estuvo clara: Adán era un hablante innato. Su lengua original, su gramática y su léxico fueron creados junto con él. Los animales son convocados a presentarse ante él para que los nombre, y él lo hace de manera automática, como si las cualidades del león y del águila fueran evidentes y además codificaran o se correspondieran de manera unívoca con los sonidos que forman las palabras «león» y «águila», de manera similar a como los lithianos conocen su propio nombre.
A la pérdida del Edén le sigue, unas pocas generaciones más tarde, la pérdida de la unidad lingüística. Es razonable pensar, dentro de la lógica bíblica, que así como la Caída trajo a la Tierra la decadencia y la muerte (la entropía, diríamos hoy), también las trajo al lenguaje; con el episodio de la Torre de Babel, se termina de romper la perfección de la lengua única e innata, y en su lugar tenemos lenguas múltiples, imperfectas, llenas de arbitrariedad e irregularidad, «intraducibles» unas a otras, cambiantes, de manera que muchas veces quedamos incomunicados en el espacio, con nuestros vecinos geográficos, y en el tiempo, con los textos escritos en la antigüedad.
Y sin embargo, ¡cuánta riqueza, cuanta variedad y novedad nos trajo Babel! Incluso la teología cristiana admite la idea de la felix culpa, la «desgracia con suerte», el «no hay mal que por bien no venga», el hecho (que sería paradójico si no estuviera incluido en los planes divinos) de que la caída del hombre en el pecado hizo que Dios enviara a un redentor y que prometiera un juicio final y la creación de un mundo nuevo y perfecto al final de los tiempos.
Claro que esto es un argumento a posteriori, una teodicea (justificación de la existencia del mal en el mundo), una excusa para lo que parece paradójico: que Dios, omnipotente, creara algo perfecto sabiendo que iba a romperse. Pero el argumento funciona, si no nos metemos con la teología.
Imaginemos un mundo perfecto, como Lithia, sin cambios notables, con una sola lengua y una sola cultura, una sociedad estática. La idea es utópica pero le falta «alma», o bien (como deduce el padre Ruiz Sánchez) su «alma» es artificial, un engaño. Algo así no podría existir entre nosotros porque sería de una fragilidad absoluta, a menos que fuera sostenida por una malignidad brutal. No hace falta creer en el Demonio o caer en una herejía para imaginarlo. El intento terminaría con una dictadura que castigaría cualquier desviación, un régimen autoritario que dejaría en la insignificancia a los totalitarismos más feroces de la historia. Aspirar a la unanimidad sin cambios es la tentación demoníaca de lograr algo absolutamente perfecto y al mismo tiempo su control absoluto: un terrible espejismo que tenemos que rechazar.