El sótano de nuestras almas
Traducción automática, la lengua de lo real y el intento fútil de buscar en el inconsciente lo que de verdad, pero de verdad, significan las palabras.
En estos días me crucé con una metáfora que no conocía sobre la comprensión del lenguaje y la posibilidad de traducción. Sí, la posibilidad, digo, porque desde filosofías varias se ha dudado y se duda (como dudan ciertos filósofos, de manera rigurosa y correcta, sin mirar mucho lo que ocurre más allá de sus lóbulos frontales) de que la traducción sea posible, en el sentido «real» de hacer que lo dicho en una lengua X se repita, sin pérdida, «de verdad», en una lengua Y. La metáfora es de Warren Weaver (1894–1978), científico y matemático que fue pionero en el campo de la traducción automática, y la leo en un libro fascinante de David Bellos, Is That a Fish in Your Ear?, que apareció en español como El pez en la higuera.1
Era 1949 y todavía resonaban las campanas del fin de la Segunda Guerra Mundial y el triunfo de los decodificadores de mensajes de la máquina Enigma en Bletchley Park (que vemos dramatizados en películas como The Imitation Game, donde el levemente alienígena Benedict Cumberbatch hace de Alan Turing). Weaver especuló entonces que se podía tratar un texto en cualquier idioma como si estuviera escrito en código o —expresado con mayor rigor— como si el texto fuera la forma codificada de un significado «real» subyacente (lo que el autor del texto quiso decir). Si así fuese, bastaría obtener la clave para descifrar ese significado. La «clave» se expresaría como la suma de la gramática de la lengua en cuestión más su vocabulario, algo así como las piezas de un mueble de Ikea más el manual de instrucciones para ensamblarlo. Y por supuesto, una vez decodificado el significado de un texto en, digamos, alemán, se podría recodificarlo usando la clave del inglés. Dado que este proceso se podría describir como un algoritmo, y en vista de los avances tecnológicos alcanzados en la época, el algoritmo podría ser transformado en instrucciones para una computadora: la traducción sería susceptible de ser relegada a una máquina.
Weaver no partió de la justificación técnica, sino que planteó el asunto de manera figurativa. Imaginó personas que viven en lo alto de torres herméticas, erigidas sobre cimientos comunes. Para comunicarse, estas personas se gritan unas a otras desde sus respectivas torres y, por supuesto, les cuesta entenderse y a veces no lo logran en absoluto. Pero cuando deciden bajar, encuentran que bajo las torres hay un inmenso sótano compartido por todas. Ahí pueden hablar cara a cara, con facilidad, con cualquier otra persona que haya bajado también de su torre.
Expresada así, la idea era —nos dice Bellos— la misma que desde la teoría se plantea como tarea del traductor: «descubrir y utilizar la lengua puramente hipotética que todos hablamos en realidad en el inmenso sótano de nuestras almas». Esto es muy inspirador y poético, y es verdad que a los traductores se nos enseña que no traducimos palabras y frases, sino significados. Pero… Ah, ¡siempre hay un pero!
En otros tiempos, como lo cuenta Umberto Eco en La búsqueda de la lengua perfecta, se buscó muchas veces una lengua universal, un conjunto de signos que expresara los verdaderos significados de las cosas de manera unívoca y que, como ventaja adicional, pudiera servirnos para traducir de un idioma a otro de manera automática. En la lengua del pensamiento puro, esa que hablamos en el sótano de nuestra alma colectiva, no hay confusiones, no hay irregularidades, solo la claridad de objetos ideales únicos y precisos, a la vez que están contemplados los infinitos matices de la realidad. Podemos usarla como «pivote», traducir/reducir nuestro imperfecto español a esta interlingua y de allí «subir» de nuevo a cualquier otra lengua; basta un algoritmo…
Con el tiempo fue quedando claro que el ser humano no piensa en ideas y conceptos sino en palabras y frases; no hay lengua universal del pensamiento a la que podamos llegar «decodificando» o «desensamblando»2 la estructura de un idioma natural. Nada que se pueda decir sobre un concepto o idea se puede decir sin usar palabras. Puedo explicar en detalle por qué los conceptos de sobremesa, saudade, Gemütlichkeit o mono no aware son complejos de traducir a otros idiomas, pero la explicación requiere palabras, su traducción también requiere palabras, y la explicación de por qué la traducción o la explicación son inadecuadas también requiere palabras (nos puede servir de consuelo que esa Biblioteca de Babel que es el lenguaje nos permite infinitas aproximaciones a cualquier idea).3 No podemos bajar al sótano. El pensamiento será efable o no será.
Reveía partes de Inception, el otro día, justo cuando terminaba de leer sobre la metáfora del sótano, y no pude menos que verla de nuevo ahí. En el mundo de Inception, uno puede introducirse (con ayuda de ciertas drogas) en un sueño planeado y compartido. Hay especialistas, extractores, que invaden de esta forma, por encargo de otros, la mente de víctimas señaladas en busca de información. Los extractores diseñan una arquitectura para el mundo del sueño, pero el subconsciente es de la víctima. Los extractores no pueden crear un espacio onírico demasiado ajeno, ni comportarse de manera peculiar, porque el subconsciente de la víctima lo notaría y reaccionaría violentamente al verse invadido. Esto es crucial: incluso en el sueño compartido hay un espacio propio y privado del sujeto, una racionalidad aparte, un núcleo de conceptos que no se pueden compartir sino con palabras soñadas. El soñador puede ser inducido a soñar dentro del sueño; puede incluso soñar que está soñando que sueña. Pero cada vez que se desciende un poco hacia el «sótano», la estabilidad racional se vuelve más frágil, y es más difícil volver a subir con seguridad, y allá abajo… Allá abajo «no hay nada», explica uno de los personajes cuando descubre la gravedad de la situación en la que se han metido: «espacio onírico sin estructura… subconsciente infinito en crudo». Un limbo donde la mente puede quedar atrapada para siempre.
No hay un sótano último en la base de nuestros inmensos edificios de lenguaje donde nos espere una unión con el significado real de las cosas. Aun lo hubiera, nadie cree que se pueda bajar ahí y volver a subir, o que, luego de subir, se pueda relatar la experiencia de manera inteligible; no pocos místicos e intrépidos usuarios de drogas lo han intentado. Estamos condenados a gritarnos unos a otros desde nuestras torres separadas. Pero nuestro aislamiento es parcial y aparente. No estamos mucho más incomunicados con quien habla un idioma que no conocemos que con ciertas personas que hablan nuestro mismo idioma. Hay muchas maneras de tender vínculos entre las torres, aunque sean sogas de equilibrista sobre el abismo. Tenemos profesionales que construyen puentes y que nos invitan a confiar en ellos. Es lo que hay. En un mundo donde la base de toda comunicación es modular corrientes de aire moviendo flecos de carne dentro del agujero que usamos para comer, es verdaderamente una maravilla.
David Bellos, Un pez en la higuera (2012). Traducción de Vicente Campos. Barcelona: Editorial Ariel. Título original: Is That a Fish in Your Ear? (Faber and Faber, 2011). Lo del pez en la oreja es una referencia al Babel Fish de Douglas Adams (un animalito que, una vez introducido en el oído, hace interpretación simultánea de cualquier lengua a cualquier otra). No tengo la menor idea de a qué se refiere la higuera del título en español.
Desensamblar, desarmar para descubrir el mecanismo, hacer «ingeniería inversa» (reverse engineering) son operaciones habituales a la decodificación y al espionaje industrial. Solo sirven, claro está, cuando las piezas sueltas que esperamos encontrar al final del proceso existen de verdad.
El lector atento del cuento borgeano observará que, en la Biblioteca, cualquier aparente disparate puede tener una «justificación criptográfica», es decir, todo texto es en potencia un texto en código; pero detrás de ese texto solo hay otros textos. El narrador de la Biblioteca propone, precisamente, que todo texto es explicable por otro. La realidad subyacente, el pensamiento, no está ahí; el universo está formado por letras, por símbolos que hablan de otros símbolos. It’s turtles all the way down.
Hermoso texto, la descripción de Cumberbatch, me pareció muy graciosa!