La imagen y la palabra
De la renuencia de los escritores a cartografiar sus ficciones y el hubris de la palabra que se cree creadora omnipotente.
Estoy leyendo Cartografías imaginarias, de Roger Chartier.1 El primer capítulo de este libro, dedicado a los mapas de regiones fantásticas, o de escenarios reales usados o adaptados/adoptados en obras de ficción, trata del Quijote. Encuentro allí una explicación simple —hasta el punto de suscitarme dudas— de por qué ni el Quijote original ni ninguna de sus ediciones hasta fines del siglo XVIII incluyeron un mapa o siquiera un esbozo geográfico de los desplazamientos del ingenioso hidalgo, solo o con su escudero, por los reinos de España.
En la segunda parte del Quijote, durante una parada en un mesón, Don Quijote y Sancho Panza observan unas cortinas de tela con escenas bastante mal ejecutadas de conocidas historias de la mitología griega, y Don Quijote nota que están tan mal pintadas como mal escrita la segunda parte apócrifa2 del Quijote que anda circulando, y que la falla es la misma, «que pintor o escritor, que todo es uno». Para Chartier, esto reafirma «la equivalencia fundamental entre el pintor y el escritor y entre los escritos y las imágenes» que se daba por sentada en la época.
Esta teoría, a menudo enunciada en los libros de emblemas mediante el recordatorio del verso de Horacio ut pictura poesis, justifica la falta duradera de ilustraciones en textos que tienen el poder de producir en la mente del lector, por obra exclusiva de sus palabras, la presencia de los lugares, los acontecimientos y los personajes.
No hay mapa en el Quijote hasta 1780, porque hasta entonces, más o menos —según Chartier—, no se concebía que el texto pudiera no bastar, si es que estaba bien escrito. Ut pictura poesis: «como la pintura, así la poesía». Una imagen no valía más que mil palabras. Me dice Wikipedia, con fuentes de buena pinta, que esta idea persistió hasta el siglo XVIII (corroborando así lo que afirma Chartier), y que esta equivalencia o analogía completa entre las artes resultaba conveniente para los pintores, que así podían asimilar su tarea a la de los poetas y escritores: un avance, ya que por entonces la pintura no era considerada arte sino mera artesanía…
Los mapas, los diagramas, los croquis, las representaciones gráficas esquemáticas del espacio y los accidentes de una obra de ficción, siguen siendo muy raros hasta el día de hoy, como si esa concepción de la suficiencia de las palabras tuviera la misma fuerza que en el año 1600, aunque quizá solo se trate de mera inercia cultural o, como se le llama de forma más condescendiente, de tradición. O quizá la idea que lo dibujado o pintado es accesorio, artesanía, adorno, no nos haya abandonado nunca. Si el mapa de una historia no aporta a la historia pero es útil para el lector, ¿no lo transforma eso en un objeto de la técnica, una herramienta, apartándolo del reino del arte puro? (Está claro que esto no le molestó al editor del Quijote de 1780, como tampoco le había molestado al de Los viajes de Gulliver, de 1726, cuya primera edición ya traía varios mapas, o al del que, aun antes que eso, publicó los varios volúmenes de las aventuras de Robinson Crusoe… aunque en todos los casos no fue el autor quien dibujó o encargó los mapas).
Lo cierto es que la mayoría de los libros de ficción que justificarían un mapa o esquema del espacio no lo tienen. Y llama la atención que, hoy, la única excepción generalizada a esta cartografofobia son los libros contemporáneos de fantasía épica o aventurera, que, imitando como tanto imitaron (o copiaron de) El Señor de los Anillos, suelen venir con sus propios mapas, que a veces figuran un estilo arcaico, para guiar al lector por el recorrido del héroe o situarlo en los mundos fabulosos y ajenos donde habita. Hay un mapa en los libros de la saga de Terramar, de Ursula K. LeGuin (que también incluyó un mapa de los planetas Urras y Anarres en su novela de ciencia ficción político-sociológica Los desposeídos). Hay mapas en los libros de Juego de tronos (no sé si en todos, o en todas sus ediciones), y los hay —según leo— en al menos dos de los libros de la Saga de los Confines, de Liliana Bodoc, entre muchos otros.
No hay mapas en la «alta literatura», sin embargo, y no se comprende bien por qué. ¿Por qué no puede resultar útil o interesante observar en un mapa los desplazamientos de Madame Bovary, que no son meramente geográficos sino que corresponden a sus experiencias, a los movimientos de su moral y su visión del mundo? ¿Por qué La montaña mágica, que comienza con la descripción de un viaje iniciático, no tiene un mapa de ese viaje o de las posteriores excursiones de su protagonista en torno al pequeño mundo de su retiro alpino? ¿Por qué los que no conocemos Londres tenemos que recurrir a mapas externos para seguir el día de la Sra. Dalloway y para entender —porque los mapas no son solo eso— qué hay de significativo para ella y para los londinenses en cada punto? Si cada locación de las recorridas por Jay Gatsby en su auge y caída tiene —como sabemos que tiene— una importancia simbólica fundamental, ¿por qué esos lugares-emblema no están representados?
En el fondo, quizá la razón sea la fe o la confianza desmedida o arrogante de los escritores en el poder de las palabras: una espada cuyo doble filo acaricia por un lado el corazón del artista y por el otro el intelecto del lector. En un acto de hubris inducido, el que lee sin ayuda de imágenes se figura capaz de imaginarlo todo y de (re)construir el mundo del autor a partir de pobres fonemas encadenados: crear con la palabra como un dios abrahámico.
En lo personal, no me molestaría que los escritores y sus editores tuvieran una idea más modesta de mis poderes. Nadie, les aseguro, va a tener en menos sus palabras por estar acompañadas de explicaciones o ampliaciones gráficas.
Chartier, Roger. Cartografías imaginarias (siglos XVI-XVIII). Ampersand, 2022. Traducción: Horacio Pons.
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha fue publicado en 1605. Cervantes se tomó diez años para publicar la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, apurando el asunto porque en 1614 un tal Alonso Fernández de Avellaneda había publicado una secuela. En la España ficticia retratada en la segunda parte del Quijote auténtico, tanto el Quijote original como su continuación apócrifa ya fueron publicados y leídos, y el hidalgo se siente obligado a explicar repetidamente a quienes encuentra que él es en verdad el famoso protagonista y, a la vez, que las aventuras que se le adjudican en la segunda parte son falsas.