Nuevas lunas, o de cómo remover el sarro metafórico de las palabras
¿Qué puedo hacer con una palabra y una mitología?
Oblicuamente reconocía Lugones, cuando decidió escribir el Lunario sentimental (precioso libro que terminé de leer hace poco), que la poesía se encuentra siempre con la necesidad de justificarse a través de la renovación, y que dicha renovación —esencial para la lengua— siempre corre el riesgo de estancarse.
El verso es conciso de suyo (…) y tiene que ser claro para ser agradable. (…) Siendo conciso y claro, tiende a ser definitivo, agregando a la lengua una nueva expresión proverbial o frase hecha (…). Andando el tiempo, esto degenera en lugar común, sin que la gente práctica lo advierta; pero la enmienda de tal vicio consiste en que como el verso vive de la metáfora, es decir, de la analogía pintoresca de las cosas entre sí, necesita frases nuevas para exponer dichas analogías, si es original como debe.
Borges, por su parte, encuadró el problema en palabras diáfanas que logran, de alguna forma, mostrar la renovación como meta imposible y a la vez desarmar cualquier argumentación en su contra. Así lo hace en el poema La dicha:
El que abraza a una mujer es Adán. La mujer es Eva. Todo sucede por primera vez. He visto una cosa blanca en el cielo. Me dicen que es la luna, pero qué puedo hacer con una palabra y con una mitología.
La luna, blanca diosa, horma de queso, espejo, perla, hoz de plata, cara picada de viruela, hombre viejo o sombra de conejo, es una presencia tan antigua en la mente humana y está tan unida a epítetos, emblemas, símiles y metáforas que parece imposible decir algo nuevo sobre ella (Borges, para quien la dicha del amor renueva todo el mundo, no sabe qué hacer con la luna real porque, apenas hecho visible el astro para él por primera vez, ya el mundo quiere forzarlo a usar una palabra recargada de mitos para nombrarlo).
Para peor, el ser humano se aleja cada vez más de la naturaleza: nos vamos del campo a las ciudades, de las casas con jardín y patio a los departamentos cerrados; los instrumentos con los que interactuamos con la naturaleza, sofisticados y potentes, la alejan al mismo tiempo que la desvelan. ¿Sabe mi lector cuál es la fase lunar en este momento? ¿Sabría nombrarla1 si la viera ahora mismo en el cielo, y decir cuál es la que le sigue?
Y si comparo la luna con una hoz de plata, ¿cuántas personas saben lo que es una hoz, cuántas han visto y tocado una? ¿Cuántas conocen de primera mano el brillo de la plata, cuántas han pulido a mano un metal o afilado una herramienta de la cual dependen literalmente para comer?
Cuando comparamos una luna creciente a una hoz de plata, ya no la comparamos a un instrumento para segar hecho de un metal valioso que reluce al pulirse, sino a meros símbolos, a símbolos de símbolos. Pocos conocemos hoy la plata, que es como mucho preciosa joyería o un juego de cubiertos heredados; ya no circulan monedas de plata, ni son realmente de plata las medallas de plata; el metal es una esencia inasible… La hoz tampoco existe como objeto, la palabra «hoz» no es más una referencia directa: señala apenas a una forma idealizada, la forma que participa del emblema compuesto del comunismo, por ejemplo, o la de la misma luna creciente a la que quisiéramos aludir (con lo cual entramos en una trayectoria circular corta e inescapable, en una órbita cerrada en torno al agujero negro de la tautología).
En esencia, lo mismo podríamos decir de todos los otros irrevocables símiles que la costumbre y el mito le han pegoteado a la luna. La luna es espejo, en verdad, porque refleja la luz del sol y porque en ella creemos ver caras y formas, pero sobre todo es espejo porque hace tiempo que aprendimos a llamarla «espejo» (el vínculo es tan indisoluble como lo demuestra el hecho de que ciertas clases de hojas de vidrio se denominen «lunetas»). No descubrimos en la luna la cara de un hombre o la forma de un conejo cuando la miramos; sabemos que están allí porque nos lo dice la cultura en la que nacimos.2 El redondo queso que es la luna es inodoro e insípido, el más miserable de los quesos, porque ya no es más un queso ni una metáfora que incluye a un queso, sino una vaga alusión, como un gesto displicente, que señala a un rincón donde se ve la ecuación luna = queso estampada en una solemne placa que yace tirada entre una pila de clichés.
¿Qué hacer con toda esta carga, con toda esta mitología? Lugones no se rinde. En 1909 le dedicaba al satélite terrestre esta cuarteta (entre muchos otros versos):
Astronómica dama o íntima planchadora que en milagro a deshora plancha en blanco mi cama.
En 1915, desde una perspectiva física similar pero bastante menos personal, Gustav Meyrink comenzaba así su novela El golem:
La luz lunar cae sobre el final de mi cama y se queda ahí como una gran piedra, clara y chata.
¿Funcionan estas nuevas imágenes de la luna? No sé ustedes, pero para mí son preciosas: la de Lugones, por su cariñosa e irreverente familiaridad; la de Meyrink por su promesa (que la novela cumplirá sin falta) de ensueño y de misterio insomne.
En el hemisferio sur, por fortuna para nuestra memoria, una luna creciente se ve como una letra C. El truco para recordar la forma de la luna menguante es casi igual de simple. Ofrezco un haiku:
¡Amable diosa! Hace una D la luna cuando decrece.
En muchas culturas se ve la cara de una persona en la luna; en algunas es un hombre, en otras una doncella; a veces es una figura completa, como el hombre o mujer que acarrean leña para los germanos y los africanos occidentales, o incluso dos figuras, como los hermanos Bil y Hjúki para los nórdicos, a los que se ve llevar un cubo de agua al extremo de una pértiga. Para los chinos, japoneses y coreanos, la figura es la de una liebre o conejo (como sabrán los viejos fans de Sailor Moon, cuya protagonista se llama, en japonés, Tsukino Usagi, es decir «conejo de la luna»); también lo era para los aztecas y otros pueblos mesoamericanos.