Trance lunar
Fade to white, experiencia mística callejera cotidiana, o un reencuentro con la luna como viejos amigos.
En luz eterna en la calle profunda fundido en perla. Bajo siluetas negras, trance de plena luna.
Yo salía de estar un par de horas con mi tía, que estaba internada y a la que nos íbamos turnando para visitar para no dejarla sola mientras le llegaba el momento de su cirugía, postergada por culpa de una fiebre persistente sin etiología discernible. Era pleno centro, a la hora en que los últimos negocios empiezan a pensar en cerrar. En una cuadra entera se habían apagado, o nunca se habían encendido ese día, las lámparas de la calle, y los pisos altos de los edificios que se proyectaban desde ambas veredas y se cernían sobre la calle angosta eran masas de sombra contra la sombra más clara del cielo. Yo iba caminando a buen paso porque quería volver a casa, olvidarme del ambiente frío del sanatorio, de mi pobre tía en su febril espera, de la obligación de estar atento. Vi un fulgor que recortaba la silueta negra de un último piso. Era una luz blanca purísima, como la de una perla perfecta, un foco ideal o una orla de santo.
Y me entró una alegría en el pecho, no, en el cuerpo entero, y de pronto, pero tan suave que no la recibí como un sobresalto —como cuando uno recibe la noticia de una inmensa fortuna inesperada, por ejemplo— sino como un aumento de mi propio movimiento, a expensas del resto del mundo, que se aquietaba como una cosa avergonzada, o como si yo fuera un rey y lo demás se inclinara en silencio para abrirme paso. Caí por el tiempo como por un tobogán durante unos segundos, hasta que una luna radiante y oronda, sola en el cielo que también se retiraba humillado ante su luz, brilló entera para mí.
Per entro sé l’etterna margarita
ne ricevette, com’acqua recepe
raggio di luce permanendo unita.1
El trance terminó y de pronto fuimos de nuevo viejos amigos, la luna y yo, compartiendo el mundo con otras luces, quietas y móviles, cercanas e indiferentes… No diré que menos dignas, no, porque si en ese momento robado al tiempo la luna fue mi reina y yo fui su rey, en la corriente prosaica de los minutos y las horas y de las semanas y las estaciones somos un mero plebeyo y una señora distinguida que le concede ocasionales favores en secreto, y no queremos ni está en nuestro carácter el desprecio a otras luces o a las personas que estas iluminan, y que tendrán también —imagino— sus propios tratos con lo sublime.
Pero yo me fui caminando y, mientras iba a tomarme el colectivo para volver a casa y hasta que doblé la esquina y me sumergí en las luces de la tierra, la luna y yo seguimos conversando en voz baja, y nadie pudo oír lo que decíamos.
«Dentro de sí la sempiterna perla / nos recibió, como el agua recibe / los rayos de la luz quedando unida». Divina Comedia, Paradiso, canto II, trad. Luis Martínez de Merlo.