Las lunas de Lorca
Una luna que pinta y una luna que borra, locura lunar y gente alu(ci)nada.
Enero es el mes más cruel para el escritor de newsletters en Argentina, porque pasan pocas cosas o ninguna y porque hace mucho calor para sentarse a pensar y el cuerpo quiere pileta y helado o mar y cerveza o combinaciones similares y poco más. No obstante lo cual persistí, estas semanas, y terminé volviendo por necesidad interior a una obsesión evidente, que es la luna.
En el primer año de esta aventura, escribí sobre las metáforas y símiles con que se ha nombrado la luna en la literatura y en la tradición popular. Por ese entonces no había leído todavía el «Romance de la luna» de Federico García Lorca (parte de la obra Bodas de sangre, de 1933), y me faltaban, por lo tanto, algunos datos.
Cisne redondo en el río, ojo de las catedrales, alba fingida en las hojas soy; ¡no podrán escaparse! ¿Quién se oculta? ¿Quién solloza por la maleza del valle? La luna deja un cuchillo abandonado en el aire, que siendo acecho de plomo quiere ser dolor de sangre. (…) ¡Tengo frío! Mis cenizas de soñolientos metales buscan la cresta del fuego por los montes y las calles. (…) ¿Quién se oculta? ¡Afuera digo! ¡No! ¡No podrán escaparse! Yo haré lucir al caballo una fiebre de diamante.
Esta luna tiene frío porque es fría: un reflejo del sol pero sin calor propio, metal dormido, un cuchillo abandonado. La luna busca un corazón humano donde abrigarse y, porque acá es verano y el frío es bienvenido, uno quisiera concederle ese espacio, pero sospecho que Lorca no pretendía responder al clamor lunar con un asentimiento: esta luna desesperada por calidez es una intrusa peligrosa capaz de infundir locura, como al final sugiere la palabra «fiebre», y como dice la superstición popular de que dormir al aire libre en una noche de luna enloquece, por no hablar de la tradición de los hombres lobo y similares. De ecos de estas tremebundas leyendas proviene la expresión, usada por nuestras madres y abuelas (¿y las madres de hoy?) de que un niño está «con luna» o «alunado». Transferir la responsabilidad por los actos y hábitos humanos indeseables a los astros distantes es, a fin de cuentas, uno de los asuntos centrales de la astrología.
En otro poema de Lorca, «La luna y la muerte», la amenaza lunar proviene del manto de engaño que su luz tiende sobre la noche, y la locura aparece otra vez:
La luna le ha comprado pinturas a la Muerte. En esta noche turbia ¡está la luna loca!
La luna y la muerte son aliadas, quizá socias, quizá entes naturalmente afines. Con los colores que vende la Muerte, que va «como un hada de cuento mala y enredadora», la luna transforma el paisaje nocturno en un espectáculo sombrío y deprimente, donde el poeta se extravía.
Recordé, al leer esta caracterización, que el Borges de «El Zahir» aprobaba el efecto de la noche en las casas y calles que veía en sus caminatas nocturnas por Buenos Aires: una simplificación geométrica, una abstracción que deja a la memoria libre para reconstruir sobre la realidad el pasado recordado. Entiendo que la luna participaba de este cambio, que no era sombrío ni causante de confusión, sino tranquilizador.
La luna porteña de Borges no era la misma que la luna campesina de Lorca, eso está claro, quizá porque, como la ciudad misma, es naturaleza encauzada, enmarcada. Lorca no desconocía esta versión urbana: en Nueva York, en tiempos más experimentales, había escrito, desde una alta terraza, que estaba «luchando con la luna» mientras «enjambres de ventanas acribillaban un muslo de la noche». Aunque la imagen es de conflicto, no deja de tener un límite artificial que la contiene: la locura, aunque persiste, no llega a ser infundida por el astro al interior del alma humana. Está allá afuera, es un reflejo roto. Contra él, el hombre firme en la terraza de un rascacielos puede resistirse, y hasta se da el lujo de contemplarlo —como Borges en sus paseos— como hecho estético.